El Planeta de los Libros, la literatura en la radio. Programa de radio emitido en el Círculo de Bellas Artes (Radio Círculo).
 

Relatos ganador y finalistas

GANADOR

AUTOR: Ricardo Castillo Ramos - TÍTULO: El rizo de Ventura

Fe “la rizos” es la mujer más feliz de la corrala.

Atraviesa el patio a pasitos apresurados con los últimos rayos de luna. Cuando abre la puerta siempre se deshincha aliviada dentro de la saya al ver acostado todavía a Ventura Esquinas. Luego se sienta como de costumbre al pie del jergón y su mirada acaricia a través de la luz en blanco y negro de la estancia el rostro anguloso del durmiente. Por fin, Ventura destapa los ojos, busca y la ve; Entonces se abalanza hacia ella, con la misma ansia que en su anterior despertar, mientras rompe a llorar. Pareciera que no la hubiera visto en años. Y efectivamente así lo cree él. Después Fe se levanta y conecta un radiorreceptor en el que se gastó la plata de veinte noches de favores al ministro. Suena una ópera del Real con la que él se asombra como si la escuchara por primera vez. Al rato, como contagiado por el canto del barítono, Ventura reclama su capa y su boina. Debe marchar a la plaza Mayor a una manifestación de anarquistas. Así que se cambia aprisa y ajustándose la boina con una mano se precipita sobre el pomo de la puerta con la otra, y entonces, una vez más, se queda paralizado. Sus ojos observan el picaporte como si fuera un objeto extraño que le hubiera atrapado la mano. Invariablemente, Fe le ayuda a soltar los dedos del tirador uno por uno, y lo comienza a desvestir de forma rutinaria.

Ventura ya no recuerda haber escuchado la ópera, tampoco recuerda que hace unos meses su cabeza encontró un palo mal dado en una manifestación de anarquistas, y tampoco Fe le ha recordado que, un día antes de ir a esa manifestación, él mismo, Ventura, la había abandonado para siempre.

 

FINALISTAS

AUTOR: Eloy Serrano Barroso - TÍTULO: La hora de la siesta

Ayer, a la hora de la siesta, vino a verme Lola. Les dije a mis padres que estaríamos en mi cuarto y que no nos molestaran. Ellos me miraron con esos ojos de espanto con que últimamente me miran, como a un loco que en cualquier momento les va quemar la casa.

Ya en mi habitación le conté a Lola que, siendo yo un crío, mis padres se encerraban en su cuarto para echarse la siesta, y que algunas veces, cuando ponían la radio a todo volumen, se levantaban después con los ojos tan brillantes que parecía que habían estado llorando y riendo al mismo tiempo. Siempre era mi madre quien primero salía del cuarto, canturreando, y pasados unos minutos aparecía mi padre, que seguía su rastro. Luego se encontraban por los rincones de la casa como niños que jugaran al escondite. En esos momentos yo no existía para ellos. Mi padre le hablaba al oído a mi madre, y a veces yo podía escuchar las palabras cogidas al vuelo: “Ha estado bien, ¿eh, Rosa?” Mi madre le decía “tonto”, pero sin enfadarse, retorciéndose de risa como si unas manos invisibles le hicieran cosquillas. Yo no comprendía nada, pero entendí que había dos tipos de siesta, las siestas sin más y las siestas de “ha estado bien”.

Lola, con la cabeza apoyada en mi pecho, se rió al oírme contar esta historia, y luego nos echamos una siesta de esas, de las de “ha estado bien”. Imaginé a mis padres sentados en el sofá del salón, como dos animalitos acorralados que no se atreven a moverse, pero no encendí la radio. Nunca lo hago, me gusta que sean siempre ellos los que tengan que subir el volumen de la televisión.

 

AUTOR: Verónica Martín Martín - TÍTULO: Reencuentro

Aquella mañana se despidió de su hijo mayor, estaba deseando que se marcharan. El verano terminaba y su casa se llenaba de silencios añorados. Recogió la casa limpiando de cada rincón la arena escondida que sus nietos habrían traído de la playa mientras se preguntaba, una vez más, cómo habría estado todos esos años amándola. Se sentó a los pies de la que fue su cama de matrimonio tratando de recuperar el último recuerdo que guardaba de su cara y le costaba reconocer que alguna vez hubieran sido tan jóvenes.

Pasó el dedo por la tapa porosa del cofre que guardaba desde niña y releyó el papel tan cuidadosamente escrito, con las letras alargadas y sinuosas del que usa estilográfica. Un cosquilleo extraño le recorrió el estómago: en otro tiempo lo habría confundido con un síntoma de estar enamorada; con el deseo del que espera impaciente la llegada del que ama pero, en estos tiempos, sólo podía deberse a un desarreglo de los intestinos.

Casi a última hora de la tarde regó el jardín de la entrada. El hibisco lucía lleno de flores naranjas y el jazmín crecía enroscando sus ramas en el balcón esparciendo su aroma dulzón por todo el patio. Todavía notaba el estómago dado la vuelta, pensó que los escalofríos se debían a andar descalza por las losetas húmedas, así que se sentó en una de las sillas de mimbre. Alargó su brazo delgado hasta alcanzar el volumen de la vieja radio que había dejado en la mesa de piedra para poder escuchar mejor el bolero que sonaba en la emisora. Al retirar la vista del aparato, delante de la verja, como una aparición, un hombre un poco más mayor que ella sujetaba una flor de hibisco al tiempo que la miraba conmovido.

 
 
 

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Última actualización: 24 de mayo de 2005